La universidad, ese lugar que comenzó su andadura histórica con la pretensión de ser el templo de la sabiduría, se ha convertido en Europa en una mugrienta nave industrial cuya pretensión no es otra que fabricar consumidores a corto y largo plazo.
Ya no existe en nuestras universidades el tan añorado septiembre estudiantil: Bolonia acabó con él, y también con aquellos alumnos trabajadores. La educación está reservada ahora a todo aquel que pueda permitirse pagar la matricula y asistir a clase. Lo que antes eran requisitos académicos de acceso a la universidad en la actualidad son requisitos económicos.
En las aulas, rara vez se escuchan ya las lecciones magistrales de esos que desean diluir en el tiempo y en el espacio -a través de sus alumnos-, aquello que los hace ricos: Todo el conocimiento acumulado durante años. Ese tipo de metodología está mal vista por los que legislan, al igual que la libertad de cátedra, y ha sido sustituida por los susurros y risas propios de las cantinas a las que solían huir los miembros de otras generaciones.
Estos chicos de hoy en día también disponen de cantina, pero a alguien en su despacho, con su americana y su corbata, se le ocurrió arrebatarles ese paso tan importante hacia la madurez: La capacidad de decisión. La asistencia a las clases teóricas en nuestras universidades ha pasado a ser obligatoria. Ya no hay muchachos y muchachas estudiantes en las facultades, sino niños y niñas que no cesan de preguntar al profesor de turno, obligado por un sueldo a aguantar a semejantes ignorantes, si el libro que está nombrando hay que aprenderlo de memoria o sólo es “culturilla general”.
Paradójicamente, las bibliotecas de nuestras facultades están llenas de jóvenes que preparan exámenes eliminatorios tipo test, pero los libros apilados en las estanterías están muertos; ya no tienen la vida que tuvieron en otros años. Lo único que los distingue de aquellos otros que están en las librerías es la acumulación de polvo. Se sienten abandonados y solos, rara vez notan las caricias de la mirada lectora de algún joven inquieto e insaciable de sabiduría.
Están impolutos estos libros: Son tan limpios nuestros nuevos estudiantes universitarios que ni los subrayan a lápiz. Es más, ni siquiera los tocan, no sea que queden dañados por sus huellas dactilares.
Se acabó eso de entablar amistad con los libros en aquel ejercicio de autonomía que suponía el estudio. De lo que se trata ahora es de aprender a trabajar en grupo, es decir, lo mínimo posible. Para los promotores del pensamiento único, los trabajos académicos individuales han quedado obsoletos; ya se sabe que la soledad promueve la reflexión, el pensamiento crítico, y también se sabe que la sociedad que nos rodea, la que pretende igualarnos en masa homogénea, no cesa en querer reducir a las personas a números. Ya lo cantó el inolvidable Antonio Vega: “Me da miedo la enormidad donde nadie oye mi voz”.
En ocasiones alguien alza su voz crítica en clase, y ello a pesar de que la inquietud apenas exista entre esas cuatro paredes que conforman el aula. Es entonces cuando el docente responde ilusionado, y quien sabe, quizá por su cabeza ronde el pensamiento de que no ha sido en vano el desgaste de cuerdas vocales llevado a cabo hasta ese mismo instante.
No, definitivamente no está bien visto el esfuerzo en la sociedad europea actual; el aquí y el ahora es lo que cuentan. Nada de esperar resultados a largo plazo, y mucho menos si éstos son inmateriales. Lo importante es desear y poseer al instante. Se ha eliminado aquella concepción que existía del trabajo y del aprendizaje voluntarios del alumno, porque, para esta sociedad, ya no es útil la recompensa de crecer en humanidad: Si no hay un estímulo útil e inmediato no se trabaja, es así de simple. El estudio en la universidad ha dejado de ser un fin en sí mismo para convertirse en un simple medio. Pero, ¿Medio para qué?, no es complicado poner respuesta a ese interrogante.